miércoles, 15 de julio de 2015

El día del debut

Sesenta y siete años intentándolo. Quizás menos. Pero lo suficiente como para ocuparse de eso durante toda su adolescencia. Un pedazo entero de la vida queriendo jugar en la Primera de Atlanta. Había estado cerca; tanto, que llegó hasta la Reserva. 
Mi tío Lito se murió ahora, hace un ratito, cuestión de horas, no importa exactamente cuándo. No importa, sobre todo, porque cuando ya lo habían velado hizo lo imposible: un gol para Atlanta. 
Esa mañana yo estaba viajando a Brasil, así que no vi cómo fue que lo despidieron, pero vi por internet lo que pasó después, en la cancha de Comunicaciones. Mi viejo ya había llorado a su hermano antes de que el cáncer se lo devorara. El día del velorio fue el protocolo. Y las horas posteriores, la certeza de que el cáncer se puede comer todo menos lo intangible.
Mi tío era de Atlanta como mi viejo (que también intentó llegar a Primera), mi hermano, mi primo Leandro y yo. Su otro hijo, mi primo Joaquín, también es de Atlanta. Quizás como un legado del padre, busca llegar a Primera; tiene doce años y juega en las Inferiores del Bohemio.
El día que velaron a Lito fue uno de los entrenadores de Joaquín, vestido con camperón de Atlanta, y dejó en el cajón una medallita con el escudo del club. La última vez que mi tío supo de Atlanta habíamos perdido contra Español. Él ya estaba internado por una neumonía y cuando vio a mi hermano en la habitación de la clínica le preguntó el resultado. Mi hermano está invicto con los enfermos terminales: como alguna vez le dijo a mi abuelo que San Lorenzo había ganado la Copa Libertadores dos años antes de que sucediera, a mi tío le dijo que habíamos ganado. Y que habíamos jugado bien. Y que había grandes chances de que este equipo fuera campeón. El Negro es un gran manipulador de Atlanta como antídoto contra la muerte. Lo mismo había hecho con mi otro abuelo, el papá de Lito.
Cuando mi viejo vio la escena de la medallita se acercó secretamente a mi hermano. Mi viejo, hombre de pocas palabras, lo dijo todo:
—Hoy ganamos.
Yo vi el resultado (5 a 0) en un aeropuerto de Río de Janiero. Y el video de los goles, después. Apenas unas horas antes del debut de mi tío en Primera, cuando le torció el brazo al arquero de Comunicaciones. Los diarios hablaron del gol insólito, el primero, el de un arquero que tenía la pelota en la mano y quiso sacar, pero que se arrepintió y enganchó con su brazo la pelota y que, increíblemente, se metió en el arco. Dijeron insólito. Dijimos lo hizolito.
Mi viejo lo llamó a mi hermano después del partido. A ninguno de los dos les hizo falta explicar nada.



miércoles, 9 de julio de 2014

Un Messi humano

¿Qué estamos esperando de Messi? ¿Qué más esperamos de Messi? 
La vida es cruel, me dice un amigo. Hablábamos de la vida, pero también de fútbol. Los argentinos somos especialmente despiadados con Messi. Para que la condena sea definitiva lo comparamos con lo imposible: Maradona es nuestro tótem. 
Ponemos a un pibe de carne y hueso, con cara de nene, uno que casi no habla, que no suelta frases de epígrafes ni de las otras, a la altura de una leyenda. 
Pero resulta que este antihéroe juega como nadie. Es el mejor de una Selección a punto de hacer historia. Un figura elevadísima, tanto que su apellido aparece prefijado al de Maradona. ¿Cuál es más grande? La respuesta nacional es obvia. El triunfo de Messi es pertenecer a esa dicotomía.
Messi es el jugador perfecto que sin embargo no encastra en el ideario del hincha argentino. El mundo es cruel; Argentina, su capital.
Hasta acá el futbolista genial hizo cosas ídem: pases a control remoto, como el que teledirigó a Di María (no en el gol ante Suiza, sino cuando el volante se desgarró), goles maravillosos en momentos decisivos, gambetas en porciones microscópicas de cancha y tenencia de pelota; el agua en el desierto, lo elogió Sabella.
Messi es todo lo que necesitamos de él. Messi es más de lo que necesitamos de un jugador para sentirnos amparados. El líder futbolístico de un equipo que lo reconoce y lo empodera: lo custodia y le da la pelota para que Messi sea eso: Messi. El pibe de mirada perdida es un adjetivo.
Un superdotado que se inyectó de chico hormonas de crecimiento en las piernas para ser el más grande. Un fenómeno al que nunca lo vimos jugar con el tobillo hinchado. Un fenómeno que no putea a los que putean el himno; Messi ni siquiera canta el himno.
Su arte es el instinto asesino de matar rivales con sus gambetas. El verdugo más grande de los arqueros tiene la mirada fija no ya en el piso, sino en la Copa. Pero nos resulta un jugador de probeta. El diez de laboratorio tiene todo hasta que lo condenamos a la nada, cuando al lado le ponemos un nombre: Diego.
Messi no está exento de la trampa, pero igual corre; corre, elude y hace goles. También quiere ser héroe y ya no el jugador perfecto.
Estamos esperando ese momento. La crueldad de este pueblo exige pruebas. No tanto que Messi haga goles. Queremos que Messi llore.

lunes, 3 de febrero de 2014

La número 10 del barrio

A Eugenia Parrado le sobraban una parte del nombre y el apellido completo. Suplía esos faltantes con un artículo femenino. Me descoloca, incluso, llamarla ahora así, como figura en su documento. Ella tenía el don de saberse libre; le gustaba andar descalza, hundir el dedo en el dulce de leche y hurgar entre los calzoncillos de sus amigos. La Euge cargaba con la etiqueta que con tono genérico nos referíamos en el barrio a una chica con esa actitud: “Gauchita”. Cuidadosa de su andar fresco, no perdía la costumbre de tomar sol desnuda en la terraza de su casa.
La descubrimos el día que, aburridos, visitamos a la tía del Atún Jorge. Habíamos ido a su casa una tarde de verano de la que aún no recordamos por qué se había suspendido el habitual picadito. La anfitriona nos agasajó con cerveza y por primera vez me mareé por tomar alcohol. A los 14, todavía sentía que tenía edad para pasar el rato con leche chocolatada. En cambio, la tía del Atún, que por entonces nos parecía una señora de 40 años, era un derroche de progresismo que en la superficie se evidenciaba en sus collares, su vestidito multicolor, sus sandalias, y los sahumerios que aromatizaban el ambiente.
Desde su balcón del piso 13 vimos la imperfecta figura de aquella chica que no tendría más de 20. Sin embargo, su postura despertaba la pulsión de seis adolescentes a punto del estallido de sus hormonas. Nunca lo hablamos entre nosotros, pero no fue independiente de aquel alumbramiento de la terraza nuestra escalonada visita al baño. La diurética cerveza nos eyectó un par de veces hacia el inodoro, es cierto. Pero al menos una vez por turno hubo demoras notorias, que respondían silenciosamente al caso obvio.
Supimos que la Euge era la chica nueva del barrio, que nos había cautivado con su cuerpo echado en una reposera, unos días después, luego de infructuosas averiguaciones. Doña Chola fue la que batió el dato, inocente de nuestras intenciones. Largó el nombre luego de una enrevesada maniobra conjunta, investida de no menos de veinte preguntas. Lo curioso fue su falta de sospecha ante un grupo incapaz de seguirle ninguna conversación, más allá de los saludos de ocasión.
Desde entonces, tocábamos el timbre en la casa de la Euge, con la firme esperanza de ser invitados a tomar sol. El primero en contar que había pasado a la terraza fue Juan. Por supuesto, no le creímos. Su historia de caricias y manoseo bajo un sol abrasador decidimos desestimarla, producto de la envidia. Pero cuando el Chino también reveló que su intento de un día a las tres de la tarde tuvo premio, ahí empezamos a creer en que el milagro era posible. Sobre todo porque el Chino no era de mentir y porque, además, se había encargado de guardar una prueba de su aventura: se había escondido entre sus ropas una bombacha de la Euge. Una bombacha sucia.
Olimos ese objeto de deseo hasta neutralizar nuestro olfato. Entonces todos supimos que alcanzar la gloria era posible. Los intentos por acceder a la casa de la Euge fueron tan frecuentes que tuvimos que coordinar los movimientos. En un cuaderno tapa azul hicimos un organigrama de visitas, con días y horarios para cada uno. Fue la etapa de una democracia que aplicaba su dosis real de justicia. Para un control interno anotamos éxitos y fracasos del timbrado. También era una manera elíptica de competir entre nosotros, aunque la única que tenía autoridad sobre el resultado fuera la Euge.
Ninguno de nosotros hubiese debutado tan tempranamente, al menos sin pagar, de no haber sido por ella. El otro día me encontré con uno de aquellos viejos amigos y le pregunté qué recordaba de la Euge. Me dijo que la suavidad de su piel. Yo pensaba en su mano, tan gentil y delicada para evitarnos la molestia de hacernos la paja. Sin embargo, la definición más exquisita y justa me la dio el Chino. Me habló de cierta parábola, y de lo que todo el tiempo sucedió en la terraza, mientras nos entregábamos a los nuevos placeres.
La Euge fue la que nos enseñó de verdad a jugar al fútbol. Generosa, siempre elegía el pase antes que la jugada propia.

miércoles, 22 de enero de 2014

Arriba las manos

El niño levantó la mano y pidió salir, porque afuera estaban jugando al fútbol. La maestra lo conminó a que se callara y aprendiera, que para algo estaba en la clase.
Fue entonces que el niño insistió con involucrarse en aquel partido. La clase de esa maestra era la paradoja: le había enseñado que había lugares que ofrecían mejores posibilidades para aprender.
La historia es tan cierta como que el niño aquel se hizo futbolista. Ya de grande, retirado de la actividad profesional, supo que el mercado todo lo había arruinado. Que fue feliz de chico jugando al fútbol porque tenía compañeros para defender. Y que era lindo hacer un gol, porque sobrevenían los abrazos. También, que era mejor ganar que perder, simplemente porque sus amigos se reían más cuando sucedían las victorias.
De las veces que jugó por plata, entendió que ninguna manifestación dentro de la cancha fue genuina. Cuando asumió ese concepto, se sintió otra vez el chico que no le hizo caso a la maestra. La misma que, años más tarde, lo había insultado detrás de un alambrado por haber errado un penal en un partido cualquiera.

viernes, 17 de enero de 2014

Un cuadrito generacional

Hasta hace cinco minutos me había sublevado al movimiento. Me imagino visto desde afuera: quieto como un pescado de pecera que solo mueve la boca, pero jamás los ojos. O como un limpiafondo. Eso. Mi único estímulo era el fondo de pantalla de mi computadora, una foto en la que estamos mi papá, mi hermano, un señor viejo, muy viejo, y yo. Al momento de escribir estas líneas, la foto tiene un año,  ocho meses y 22 días y esconde mucho más que la condición de documento futbolero: encierra el secreto de conservarse viva. Es una foto que dice, que dice gritando, que tiene olor; la foto transpira.
La imagen nos rescata de la fugacidad. Mi papá, el que se ríe, es el que siempre sale con la boca cerrada; es el primero de izquierda a derecha y esta vez sonríe y se deja ver los dientes. Él es la generación familiar de hinchas de Atlanta que nos antecede a mi hermano y a mí. En escalera genealógica lo sigo yo, ahora en una foto que aparezco con la camiseta y un globo largo desinflado que me até en la cabeza para sumarme colorido bohemio. O para disimular el avance inclaudicable de mi alopecia. Como si intuyera que podía tratarse de algo importante y me asegurase una estética que no desentonara con esa proyección testimonial. 
La foto fue parida el día que Atlanta le ganó a River en cancha de Vélez, un partido con pretensiones épicas que guardo cuidadosamente en una memoria que no se caracteriza por ser prodigiosa. A mi derecha está mi hermano, también con la camiseta. Y el que le sigue es un señor viejito que nunca habíamos visto antes y tampoco volvimos a ver; ese señor sin nombre tiene saco y pantalón de vestir, como se iba antes a la cancha.
Miro la foto sin pensar en jugadas y sin detenerme en el gol del triunfo. Le sostengo la mirada largos minutos, envuelto en las cuatro caras y me preguntó cuál será el magnetismo. Tres generaciones de hinchas de Atlanta encuadradas en un instante.
Aquel día mi hermano lloró. Lloró como un nene y se frotó los ojos para despejarlos de lágrimas. Incluso tuvo que sacarse los anteojos para una limpieza exitosa; en la foto todavía conserva las formas y los lentes de marco negro.
Mi papá muestra su boca semiabierta en un desafío improvisado a su postura fotográfica; lo dije, es el hombre de la boca cerrada ante los flashes. En esta escena parece estar cantando, o al menos intentándolo. Mi papá canta poco y mal. Tartamudea las letras, las cambia, las confunde. Sólo cuando alargamos el loboheeeeeeeeeeee logra sumarse al coro, aunque no suele acertar el ritmo. La foto disimula esos detalles pero amplifica otros. Ese día él estaba feliz. Ese día él estaba con sus hijos –mi hermano y yo, y no nos tiene que contar el partido. Ese día nosotros también vimos que enfrente estaba River, el gigante que venía a aplastarnos a los seis mil que impostamos voces estentóreas para disimular las cantidades. Si nos ganaban sería en la cancha, nunca gritando. La ley de la tribuna se arroga derechos por voz propia en caso de derrota.
Detrás de nosotros hay gente borroneada; hay gente que en esta foto no es gente. Apenas sombras de nuestros cuerpos nítidos, de nuestra imagen viva. El señor viejo, muy viejo, sin dientes, transmite emociones. Se advierte en su cara las palabras que nos dijo después del triunfo:
-Pensé que nunca más iba a volver a ver esto.
La muerte antes. El hombre no pensó otra victoria de Atlanta contra River con él en la cancha. No se pensó en ninguna foto que testimoniara la victoria más importante del Bohemio en los últimos 30 años. Un partido intruso en el tiempo. Atlanta gana y rememora la juventud de ese hombre. Otra vez puede pensarse con dientes, con pelos, vigoroso. También de saco y pantalón de vestir.
Mi hermano, mi papá y yo nunca nos queremos tanto como cuando estamos en la cancha. La tribuna es el refugio de la desinhibición. Esperamos el gol para abrazamos. Para disimular la querencia genuina. Un pacto tácito que lo entendemos así: te toco, nos tocamos, porque la pelota entró.
 Atlanta tiene la magia de evidenciarnos. De dejarnos ser nosotros mismos. Nos saca la careta. En esta foto, yo sólo me dejo el cotillón del disimulo para tapar algunos huecos del cuero cabelludo.
Mi estadío de limpiafondo dura hasta que descubro el truco. Creo entender el efecto magnético de un momento que consagra la felicidad familiar. Y una ausencia: la punta del ovillo de la tradición que nos hace de Atlanta. Ese señor viejo, muy viejo, tiene que ser un extra. El eslabón prestado de una cadena que, de otra manera, hubiese estado incompleta. Un señor que se viste como se vestía mi abuelo para ir a la cancha. Un viejito que era como él. Mi abuelo nos hizo de Atlanta a mi papá, a mi hermano y a mí. No está en la foto. O sí. Está camuflado. Por si acaso, tuvo la prudencia de vestirse igual. Una cuestión estética. Mi papá se ríe, mi hermano no llora y yo no me despeino. Todos teníamos que estar bien para ese momento.  Para la foto viva que rescató a mi abuelo de la muerte.

jueves, 6 de junio de 2013

"Porque este año, de Villa Crespo..."

Algún día iba a pasar; algún día tenía que pasar. Y pasó. Que nadie suponga que se trata de un caso de exitismo. Es cierto que Atlanta está en semifinales de un cuadrangular por un ascenso. Y que la efervescencia puede tomar por asalto los corazones de los hinchas. Juro que no es ese el motivo; tiene que ser otro.
El que sea, impulsó a Santino a ver, por primera vez, un partido completo de Atlanta. Sí, los 90 minutos. Lo que pocos resisten en tiempos de un fútbol a control remoto, jugado a la medida del zapping. ¿Quién resiste los soporíferos partidos de Primera? Peor aún son los de la B, con futbolistas que traspiran más de lo que piensan y con canchas tan desparejas que invitan a replantearse el sentido de la estética.
En una fría mañana de sábado, Atlanta jugó en la cancha de Almagro sin hinchas visitantes. Ser de la B implica eso: que te consideren un hincha de la B. En efecto, si tu equipo no juega en tu cancha, tenés impuesto el derecho de admisión, así no hayas tirado nunca ni un papelito al juez de línea.  Santino lo vio por televisión en su casa. Solo.
Y gritó el gol de penal de Lucas Ferreiro y pataleó por el empate rival. La testigo privilegiada fue su mamá, que rápida de reflejos mantenía al tanto a su marido acerca de lo que pasada en ese comedor convertido en un pedacito de la cancha de Atlanta.
Tu hijo está mirando el partido!”, lo sorprendió con el primer mensaje. “Tiene puesta la camiseta, tenés que ver cómo grita”, lo cebó después. El papá de Santino, que a esa hora estaba trabajando y, como podía, espiaba el partido, sentía el triunfo en la sangre. No el de Atlanta, por supuesto.
Aunque todavía no sea consciente de su ADN bohemio, Santino ya es parte de nosotros. Y no es el exitismo lo que lo impulsa a alentar al equipo. Si Atlanta no pasa de ronda o, eventualmente perdiera la final, él seguiría la ruta de hincha que ya empezó a transitar por su cuenta.
Un compañero suyo de segundo grado le dijo el otro día que Boca se iba a ir a la B. Suponemos con mi hermano (el papá de Santino) que el chico sería de River. No es lo importante. El tema es la pertenencia. Y que este nuevo apasionado hincha de Atlanta haya defendido el territorio, más allá de los cuestionamientos de la letra.
No— se enojó Santino.
El pibe lo miró. No supo qué decir.
Y ante su silencio oprobioso recibió el argumento encendido de un hombrecito plantando bandera con orgullo:

De la B es Atlanta.

viernes, 10 de mayo de 2013

Cri, cri, cri




Ciento quince días y ni una palabra. El detallista que me pasa el dato es un amigo, que también es lector y, como puede advertirse, un ansioso mirador de historias. Por ahora no tengo cuentos para compartir. ¿Los habrá más adelante? Cuando logre escapar de la nube de férreos defensores que me pegan patadas a la imaginación, prometo aporrear el teclado con la secreta esperanza de que entre los dedos se filtre algún gol.
Mientras, sospecho que en los potreros lejanos siguen los que juegan para mi equipo a la espera del pase. Esa creencia me despierta la atención; saber que tengo que estar alerta. Estoy mirando allá, a los que levantan la mano. A los que quieren que la jugada termine en gol. Con el único y genuino propósito de que podamos festejar juntos.

martes, 15 de enero de 2013

El jugador que nunca había jugado


La tarde pintaba mal de antemano para aquellos muchachos que habían aceptado por obligación el desafío con el otro pueblo; el rechazo les hubiese valido la humillación de una etiqueta que cargarían por siempre: la de “cagones”.
Como sabían del peso del estigma, no hubo otra salida que la derrota. Perdieron 5 a 0 y la sensación es que el resultado le quedó chico al equipo ganador. Las cargadas sobrevinieron sobre aquel grupo de muchachos con buenas intenciones y malos jugadores. Uno, el presunto capitán, cansado de la fanfarria rival y los festejos desmedidos, agitó la patraña:
—El día que les juguemos con el Marito no tienen más chances de ganarnos.
Marito nunca había jugado al fútbol y tampoco imaginaba que su amigo lo convertiría en un ícono. Los rivales tomaron la provocación y disminuyeron los alaridos triunfalistas; enseguida, pidieron revancha con Marito en cancha.
Y entonces empezó el problema. Cómo transformar en verdad una mentira tan artera, tan fácil de demolerar con la mínima evidencia.
De Marito se contaron proezas que corrieron con la velocidad de una corriente embravecida y no dejaron discurso sin salpicar. De tanto repetirse, incluso algunos que sabían de la mentira la asumieron como verdad. El mito llegó a preocupar a Marito, que repetía otra mentira para conservar el invicto de sus supuestas hazañas:
—Estoy lesionado—, se defendía.
Su amigo, el que inventó el asunto como una salida rápida y decorosa de la humillación, le pidió por favor que sostuviera la ya entonces creencia popular. Marito cumplió. Y fue más allá.
A la vuelta, de su trabajo y los fines de semana también, se había encomendado una rutina: dos horas de tiros libre. Al principio, hasta fue capaz de lo imposible: pifiarle a la pelota quieta.
Con el tiempo le fue tomando la mano y a los seis meses de iniciada esa tarea, ya le pegaba con bastante exactitud. Le llevó un año de corrido, sin interrupciones en su rutina, colocar la pelota más o menos donde él quería. Su titánica acción cotidiana estuvo sumida en el más absoluto silencio. Recién cuando se creyó capaz de patear un tiro libre de verdad, con hombres delante que oficiaran de barrera y un arquero que tratara de impedir el gol, se lo comentó a su amigo.
El plan se llevó a cabo una tarde, de local. Después de perder todos los desafíos, el equipo del pueblo de Marito decidió desempolvar su estatua viviente. Su presencia fue intimidatoria. El partido se mantuvo empatado 0 a 0 hasta bien cerca del final. Los rivales, con la carga emocional de saber a aquel héroe sentado en el banco, se mancaron en cada ataque, afectados por el temor que implicaba el eventual ingreso de Marito. El equipo de su pueblo resistió agrupado atrás y la única vez que atacó logró el milagro de generar un tiro libre cerca de la media luna. Cuando el delantero cayó, Marito se levantó del banco, eyectado con la propulsión de enteder que era su tiempo; la hora de enaltecer el mito.
El cambio generó murmullos entre rivales que suponían lo peor: entraban a la cancha las mil hazañas.
Marito se paró delante de la pelota y ensayó el ritual que preambulan los cracks para acomodar la pelota. La besó y la arrastró de adelante hacia atrás, antes de clavar la mirada en un horizonte lejano, en el que imaginó colocar el remate. Los de la barrera sabían que eran testigos frontales de la historia. Marito tomó corta carrera, como había practicado durante 730 horas y ajustó su tiro contra un ángulo; el arquero miró, estático. Sin gritar el gol, Marito pidió el cambio, mientras se tocaba el aductor izquierdo. Fingía una lesión; fingía el mito.

miércoles, 26 de diciembre de 2012

Recuerdos del olvido




La cancha de las pelotas perdidas es imposible saber dónde estaba; el olvido se encargó de patear las huellas y cualquier señal que pudiera advertir la memoria. Alguna idea de lo que sucedió quedó atrapada en el inconsciente colectivo, sin que se pueda asegurar que aquellas sensaciones hayan sido hechos tangibles. Los que recuerdan no recuerdan; imaginan el recuerdo. Se cree que los goles caídos al abismo de la desmemoria fueron rescatados por un hombre que tenía por costumbre anotar todo lo que sucedía. Nadie se acuerda quién era ese hombre; incluso, si realmente existió ese fulano que decía en papel lo que los ojos veían y la memoria tachaba.
Los que jugaban en aquella cancha conservaban la esperanza de trascender más allá del tiempo que durara el partido. Al menos, eso se cree. La evidencia, al parecer, es la preocupación de los futbolistas ante pases cerrados y el goce supremo por goles antológicos, posiblemente consagradores de fama. Ninguno que supiera de la caducidad de cada episodio hubiera sentido en la carne la frustración o la gloria.
La sabiduría permitió lo improbable. El salto hacia la dimensión del recuerdo es una imagen; apenas una. La del jugador que eludió rivales con la convicción de llegar al gol y ajustar un detalle: antes de definir con el arco libre, tuvo la prudencia de tomarse el segundo que le concediera la eternidad. Después de gambetearse al arquero, hizo lo mismo con el olvido.

(Dedicado a mi amigo Ulises, de alguna manera y sin quererlo, inspirador de este relato. Su obra teatral Medicina Pasto remitía a que “en un mundo sordo es probable que el olvido sea la buena memoria”).